Llegaba al puente de hierro
el farmacéutico andante—
enderezador de tuertos,
surtidor de mil jarabes.
De un pueblo lejano vino
llevando su único traje
y en su bolsa de remedios,
vendas, frascos, hierbas, sales.
Hacía generaciones
que había aprendido su arte,
desdibujando las fiebres
y esponjando los calambres.
Ya había cortado muchos
cordones umbilicales,
cada uno un regalo tierno.
¡Cómo lo amaban las madres!
El sabio siempre asistía
en la hora de las verdades.
Y siempre les recetaba
lo mismo, sin contrariarse:
gotas de agua en la cabeza,
bien dejen secarla el aire,
para su inocencia calva;
y para la piel tan suave,
leche de madre, seis meses,
porque su color agarre.
Y así decía a los ciegos
llorar con té de aguacate,
y besarse con canela
sugería a los amantes.
Llegaba al puente de hierro
el farmacéutico andante—
estrenando canas ahora
y jaula de costillares.
Pero apenas cruza el puente,
cual hielo duro le cae
la mezquindad de las sombras.
Su bolsa en el suelo yace.
Lo golpean lo desnudan
unos gritos de azabache.
Todo remedio le quitan.
Todo abuso y daño le hacen.
Lanzan vendas, gasas, yesos
al río negro de esmalte,
donde se revientan peces
secos, sucios, jadeantes.
Se esfuman en humo y bruma
las hierbas medicinales,
cenizas que cicatrizan
los pulmones y las calles.
Rompen los frascos de vidrio,
jarabes y alcoholes salen,
los que abusan el cerebro
charcos en la acera lamen.
Roban polvos y pomadas
viles narcotraficantes.
Se llevan los bisturíes
y pagan con monedas de sangre
y pervierten los signos alquímicos en
grafiti
y tuercen las palabras, las quiebran, las dejan
a perder a
pudrir
y violan la sagrada entereza desnuda del cuerpo
sin misericordia y
sin consciencia
siquiera
nada
De la Farmacia de Dios
lo echaron en el umbral.
Sufrió la muerte de quien
vislumbró la luz final.
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